18 junio 2009

Caballos perdidos en Okochochi






Por las mañanas el lugar amanece con una densa neblina, lo cual pronostica la intensa lluvia que se aproxima por la tarde; a unos kilómetros se hallan las gigantescas rocas que rodean los valles, entre cascadas y riachuelos que alimentan y dan vida a los pueblos; cimas despobladas que albergan a unos cuantos que trabajan la tierra, callados y en ocasiones alegres al calor de las fogatas y el ligero tesgüino, vehículo de comunicación social.

Así se vive en la “tierra de pinos”, en Okochochi.

Y es esta comunidad indígena rarámuri donde los cineastas Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán realizan el rodaje de Cochochi donde la historia de dos niños recién salidos de la primaria se ve llena de la cotidianeidad de un pueblo que lucha por conservar su identidad.

¿Qué ocurriría si Evaristo y Luis Antonio (Tony), protagonistas de la cinta, pierden el caballo del abuelo que les ha mandado hacer un encargo?, eso es lo que descubrirán los pequeños habitantes de la sierra tarahumara. En su travesía por las barrancas y caídas de agua para llegar con la tía-abuela y dejarle una medicina, Evaristo y Tony sufrirán la pérdida del caballo blanco del abuelo que tomaron sin permiso, de la separación de caminos de los dos, y una serie de eventos que registran la vida de las comunidades indígenas arraigadas a la sierra.

Cochochi es muestra de un cine que usa el relato y el documental como figuras que caracterizan esta cinta. La película tiene otro agregado: es hablada completamente en rarámuri; esto le ofrece un sentido original y respeto al idioma de los protagonistas no profesionales que hasta participan en la realización de los diálogos, lo que le proporciona a este trabajo la posibilidad de escuchar las expresiones tal y como serían usadas en la situación-problema que sugiere el filme.

Los pobladores de San Ignacio, Chihuahua nos abren al “día a día” en el que se sumergen los tranquilos campesinos que ofrecen la posibilidad a su descendencia de continuar con una formación educativa u optar por el campo que tanto les ha dado, asunto que es plasmado al final de la cinta en un intercambio de nombres que le permiten a cada uno de los niños tomar el rumbo que prefieren.

Una película que habla de aquel mundo paralelo del que vivimos como entes citadinos, un espacio que vive en la discreción, que escucha la radio algunas veces y calla, porque de esa forma puede y que conserve ese poquito de ese concentrado original que aún le queda.

17 junio 2009

"¡Se cayó!"



Felipe era de aquellos que en su descanso de medio día compraba dos pesos de tortillas y una coca de a medio para acompañar el guisado que su mujer le daba fiel y sagradamente cada mañana al salir de casa: un “toper” con algunos trozos de carne y nopales fundidos en la espesa salsa verde, una salsa en extremo picante; le faltaba refresco para aliviar el calor en su lengua, pero es así como le gustaba la comida, bien picante.

Pero el ardor del condimento no es lo único que se aguantaba, desde hace rato que traía la cara roja de coraje con el jefe de la cuadrilla. Cuando ya habían levantado la pared de madera con sus bastidores bien cuadrados, las hojas de triplay fijas y la estructura “a plomo”, el tipo de bigotes poblados y despeinados como escoba de uso, le decía: “quedó chueca, échale cuñas”.

-¡Cuñas!, si le meto cuñas si va a quedar tan chueca como el mugroso zaguán de mi casa que se esta cayendo. Nel, no le voy a meter nada-, pensaba mientras escuchaba las múltiples e infinitas recomendaciones de su superior.

Felipe cómo que le daba martillazos y usaba la cinta para medir nada, al rato el muy idiota le decía “¡A mira!, ¿ya ves?, quedó derechita, que bueno que te dije lo de las cuñas”.

-Aja. Si quieres también te pongo unas cuñas en tu jeta pa´ ver si tu también te pones derechito- pensó nuevamente.

A las 9 am en la obra de Polanco; un bolillo y un café negro en la panza; lijas, desarmadores, un taladro y virutas en el manchado morral, descosido por el peso de la fría y dura herramienta. “Hay hora de entrada, más no de salida” era el enunciado de muchos de los otros carpinteros de obra, porque hay una gran diferencia entre trabajar en un taller propio, despejado y solitario; y trabajar cada quince días en una nueva obra, tratando de ubicarse y encontrar dónde cortar las tiras de madera, medir las láminas de comprimido y guardar la herramienta de los lacras de albañilería.

Y Felipe se quedó sin cobrar esa quincena, de hecho la cobró su hijo a nombre de su mamá que aun no alcanzaba a asimilar los eventos que le cambiaron su visión y modo de vida ese caluroso jueves de Mayo.

Se encontraban armando un redondo plafón para la oficina de reuniones del corporativo que recién había comprado el terreno e iniciado la construcción del edificio que albergaría a 2 mil agentes de ventas para el giro de la empresa: seguros de vida.

Las varillas y mezclas ya habían hecho su trabajo, le corresponde al diseñador de interiores jugar a las formas y materiales de las oficinas; en realidad, el de los planos nunca entraba a la zona de obras hasta terminado el trabajo. Carpinteros, pasteros, pintores y albañiles menores llenaban cada piso desnudo.

Felipe cortó tres de las catorce láminas de madera de doce milímetros que armarían el delicado, rústico y pesado plafón que se instalaría. Dos personas sostenían la madera, mientras otra más le metía pijas tan largas como el dedo de un pianista.

-A ver, ya llegaron las otras hojas, están abajo, hay que subirlas- gritó el molesto jefe de Felipe, -¡Ándale Felipe!, que los del flete tienen otros pedidos.

-No masques, están pesadísimas. Será de una por una, ¿no Felipe?- exclamó uno de los carpinteros.
-Nomás es cosa de saberlas agarrar. Échame dos.

Con dos láminas de 7 kilos cada una, sin guantes de gamuza y un dedo machucado ayer, Felipe subió las escaleras del gris edificio. A cada escalón podía sentir el peso que sus ya temblorosas manos cargaban con la ayuda del hombro derecho que más bien parecía rechazar polarmente las dos hojas de pesada madera. La oficina de trabajo estaba en el último piso.

Sólo se necesitó de una ventisca de la iniciada lluvia para que Felipe retrocediera un paso y así no perder el equilibrio; debía sortear las ráfagas y no dejar caer las hojas, no se podía dar el gusto de tirarlas así y ya, cada una valía ochocientos pesos y si se rompen él tendrá que pagarlas.

No las soltó, las tomó mas fuerte con las estremecidas manos, pero otro viento le empujó, la madera sirvió como lo es una vela a un barco en altamar. Una bolsa de aire llegó frente a Felipe y los pasos se le volvieron torpes con las pequeñas y precipitadas gotas de lluvia que le caían en la cara y le dificultaban abrir los ojos.

Un giro a la derecha y topó con el pequeño barandal de la escalera, le ganó el peso y se precipitó desde el cuarto piso.

La madera se rompió, algunos trozos fueron a dar bastante lejos, algunos otras piezas permanecieron fieles al cuerpo del que no tuvo siquiera oportunidad de darles una cortada con la sierra; fieles a Felipe, el cual ya tenía la cara empapada de sangre mezclada con agua y que, poco a poco, diluía el vivo color que brotaba de su cuello y parte baja de la espalda.

“Se cayó”. D.F. Viernes 8 de Mayo de 2009. Un trabajador que laboraba en la obra del nuevo centro financiero y operacional de Seguros Unisa, perdió la vida tras sufrir una aparatosa caída desde el cuarto piso de la construcción al intentar subir pesadas láminas de madera.

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