24 marzo 2010

Listones Amarillos


Al tomar clase en la última fila, bien atrás donde el profesor ignorará presencia alguna. Clásico error de estudiante, la primera idea en tu mente: “Ojalá y no me pregunte”.

Con miradas cautelosas se examina el entorno en el que ahora se desenvuelve la vida académica: el blanco color de la pared de ladrillo, las manchas sin forma en el piso de azulejo, el verde desteñido del pizarrón; el compañero de clase que viste al estilo “dark” con sus gigantescas botas rompecráneos, pantalón de cuero negro con costuras por diferentes partes, una “blusa masculina” de múltiples encajes lúgubres; por allá una exuberante muchacha rubia y de ojos cafés que exponía sus lindas pero mal rasuradas piernas que, poco a poco, ceden ante la miniatura de falda que presume a sus vecinas de asiento; el par de gays que chismorreaban en voz alta y juguetean con sus manos haciendo ademanes y señas entre ellos cerca del pequeño escritorio, y la horrible textura facial del profesor que entraba al lugar con indicios de que el curso sería catastrófico para el alumnado.

Fue ahí cuando me hubiera agradado encontrarme junto al “gótico” y preguntarle su opinión acerca del maestro y burlarnos del estúpido, o a lado de la niña para por lo menos examinar detenidamente sus muslos, tratar de invitarla al cine y distraerme del asunto.

Pero no fue así, estaba recargado en la pared más lejana del pizarrón y en total soledad compañeril-estudiantil.

Te acomodaste en la silla y recargaste el mentón en tu puño queriendo descifrar la vida de aquel individuo que se hacía llamar pedagogo. ¿Realmente habrá terminado sus estudios?, y si tuviera familia, ¿cómo se comportaría con ella?

“No soportaría que mi padre fuese profesor. ¡Imaginate!, utilizando sus técnicas de enseñanza para absolutamente todo, para estudiar, para escribir, para hablar, quizás hasta para ir al baño: desabrocha tus pantalones y bóxer, siéntate en el excusado, puja y corta, puja y corta, toma un par de cuadritos de papel higiénico y limpia; recuerda, de abajo hacia arriba, sube tus pantalones, ¡Límpiate las manos!, retirate del cuarto de baño y ve a tragar fibra”.

El profesor señalaba la inadecuada y poco conveniente (para nosotros los estudiantes) forma de evaluación. No existía remedio, debías quedarte escuchando los seudo ideales que el educador sostenía en nombre del marxismo y sus derivados hasta el momento en que leyera la hoja de asistencias y tú pudieses gritar “presente”.

Por la ventana se observaba la ligera llovizna que caía y rociaba cada área al aire libre, desde árboles hasta los caminantes que transitaban por los pasillos descubiertos de la escuela.

Me pareció una linda caída de lluvia. ¡Me encanta la lluvia!

Si no fuera por lo que llamo un “trauma materno” por evitar empaparme en la lluvia de un chiquillo y mi madre diciendo “no te mojes que te vas a enfermar”, correría hacía afuera cada vez que notara que las gotas caen, me bañaría con esa agua que parece una ducha gigante y donde el impacto con la piel es mucho mayor al que te ofrece una simple regadera.

Una vez acampé con algunos amigos en el bosque, era una florida arboleda cerca de Cuernavaca, pero lo bastante lejos como para disfrutar la quietud y aventura de la naturaleza cruda, no como la pintan en los anuncios publicitarios donde ensalzan la utilidad e indispensabilidad de un producto en cualquier lugar.

Aquella noche el cielo amenazaba con arrojar grandes lágrimas de sus escasas pero cargadas nubes. Ya habíamos instalado nuestro campamento, pero previamente salimos a explorar y reconocer el terreno; cuando la tormenta comenzó nos encontrábamos bastante lejos de nuestro refugio nocturno.

Acordamos cortar el trayecto al atravesar un pequeño cerro que se situaba frente a nosotros. ¡Que gran estupidez!, la tierra estaba mojada y en varias ocasiones resbalamos en las lisas rocas que con un poco de agua representaban el riesgo de tropezar e ir de cara al suelo.

Por fin, llegamos al campamento con mucho menos tiempo del que hubiéramos tardado si nos hubiésemos decidido por la ruta larga. Por supuesto que llegamos con múltiples raspones, moretones y dolores en el trasero, pero había sido una experiencia única.


Fue en esos recuerdos de añoranza cuando una voz se oyó desde la puerta del aula: “¿puedo entrar profesor?”, el imitador de educador miró a la joven que esperaba una respuesta favorable, él no respondió a la pregunta, en cambio aprovecho maliciosamente la situación para señalar que la tolerancia es de 10 minutos después de haber empezado la hora de clase.

Y mientras daba un nuevo sermón relativo a la responsabilidad, la chica seguía esperando en la puerta.

Si sólo la hubieses visto. Su ropa reflejaba su apuro por llegar a clase: sus zapatos y pantalones se encontraban empapados, su chamarra también destacaba el agua de la cual había sido presa la niña, pero su cabello… su cabello tenía un excelente tono rojizo que hacía percibir su condición de pelirroja. ¿Habrá sido la intensa luz que se encontraba detrás de ella la que me impresionó?

Finalmente, ella entró y cruzó el salón hasta tomar asiento en el lugar desocupado frente a mí.

Froto sus manos para recibir un poco de calor por la fricción de la piel, peinó un poco su mojado cabello, algunas gotas rodaban por sus mechones hasta que se precipitaban una y otra vez en el suelo.

Cabello.

Liso y definido.

Mi mente y atención se centraban sólo en ese cabello, ¿describirlo?, quizás… hermoso.
Desde la raíz hasta las puntas se destellaba un color inimitable, los ligeros mechones revelaban que la muchacha había jugado a encontrar el estilo y tono correcto… lo logró, la rica abundancia era digna de ser tocada y examinada a profundidad, era como una invitación a la exploración de aquella hermosa selva que se levantaba en la cabeza de la joven, y esa invitación era coronada con un par de listones amarillos que sujetaban el cabello, unos listones que contrastaban con lo escarlata del pelo, sencillos pero suficientes para crear un bello y fascinante detalle.

Mi curiosidad me impulsó, me acerqué lentamente con el temor a que me descubriera. Respiré el aroma de su cabello, “Delicioso” murmuré. Ella volteó para verme, pero de forma ávida me recline nuevamente en el respaldo de la silla; con una extraña mirada trató de descubrir el motivo de mi comentario, buscó mis ojos.
–Quizás no se dio cuenta de mi atrevimiento-, pensé.

Resignada, volvió a acomodarse en su lugar.

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