KIME
Kime salta de rama en rama, recolecta nueces que caen de los árboles, juega con las otras ardillas y hasta juguetea con los niños del parque. Es joven e inquieta, un poco curiosa y atrabancada, pero con una linda y larga cola esponjada.
Kime salta de rama en rama, recolecta nueces que caen de los árboles, juega con las otras ardillas y hasta juguetea con los niños del parque. Es joven e inquieta, un poco curiosa y atrabancada, pero con una linda y larga cola esponjada.
De reojo uno puede observar a la pequeñita corriendo por los escasos espacios libres existentes en el jardín. Es escurridiza, sólo la he visto acercarse a las personas dos veces: la primera con un anciano dormitando en una banca, la ardilla salto sobre sus piernas y le robó un trozo de la harinosa dona que consumía el viejo hasta antes que se quedara dormido, ahora que lo recuerdo bien, el hombre no despertó ante los movimientos del animalito. La segunda ocasión le arrojé un cacahuate, sin dudarlo Kime se acercó, tomo la nuececilla entre sus pequeñas patas, la olfateo e inmediatamente la devoró, cuando acabó de comerla giro su cabeza para verme y como agradecimiento me lanzó una especie de mueca que interprete como una sonrisa. Después de eso ella corrió al árbol mas cercano que halló.
Una noche, ya que habían terminado los juegos con las otras ardillas, Kime se quedó otro rato en lo más alto del árbol donde ella vivía, miró el bello atardecer y por un momento quedó quieta, muy quieta, nunca se le había visto así, estaba sorprendida del espectáculo que contemplaba. Anocheció y seguía observando el cielo, ahora con un intenso color negro y adornado con brillantes destellos que reflejaban la hermosura del firmamento.
Pero una estrella fue la que más llamó su atención. A Kime no le importaba a que galaxia pertenecía, o cual era la ubicación geográfica-astral de la luz, sólo la quería seguir mirando.
Y así, cada noche la ardillita se escapaba de cualquier cosa que estuviera haciendo y subía a la copa de un árbol para encontrarse con la misma deslumbrante estrella con la que se acompañaba hasta dormirse entre las verdes hojas del bosque. No la compartía con nadie más, era su estrella, sólo para ella. Desde que amanecía pensaba en el hermoso brillar, la perfecta figura y la singularidad de su estrella. Esos fueron los días mas distraídos de Kime, se olvidaba de comer, de jugar, de huir ante la presencia de un perro.
Algunas noches, ella realmente podía asegurar que la estrella la estaba abrazando con su ligero calor, que la acariciaba con sus delicados rayos, que le susurraba lindas frases. Y aunque la luna también hacia su intento por conquistar a la ardillita con su perfecta silueta y tamaño, la estrella ocupaba un lugar especial para la pequeña.
Los días en que la penumbra se teñía de cirrosas nubes blancas, Kime saltaba desesperadamente de copa en copa hasta encontrarse con su amiga, eran esos momentos en los que se daba cuenta de su necesidad por ver a la estrella, que se sentía incompleta, que tenía hambre de las suaves y tiernas caricias del lucero.
Corría y saltaba, saltaba y corría, llorando entre los árboles del bosque, chillando descorazonadamente. Sus patas se empezaban a cansar de tanto correr, pero su mente no pensaba en alguna otra cosa sino que en el astro. Sudaba grandes gotas para lo pequeño de su cuerpo y sus músculos, que empezaban a fatigarse. No la encontraba, no la hallaba en ningún lugar, no la lograba visualizar, no sentía sus rayos, su luz.
Sin saber cómo, Kime sintió que algo explotó en su pecho, le dolió, un dolor tan intenso como si le hubieran arrojado una roca directamente en el…corazón.
Corazón. Co-ra-zón. La ardillita sabía que era su corazón. Se detuvo un instante, se sentó en el húmedo pasto y llevó sus minúsculas patas al torso. El dolor no paraba y más que nunca deseo ver a su estrella, volteó hacia el cielo y con los ojos semi cerrados trató de encontrar a su amiga…no la halló, las ramas de algunos árboles le impedían ver el firmamento.
Ahora su sollozo era más fuerte que antes, sufría por la aparente eterna oscuridad de la noche, por el incesante frío, por la soledad que invadía su mente, por las nubes que advertían la pronta lluvia, por el dolor que amarraba su corazón.
Aún con el dolor, Kime se esforzó para levantarse, lentamente caminó hacia un espacio abierto y así, quizás, ver el cielo donde habitaba fijamente la estrella.
Cada paso que daba era un reto, su dolor aumentaba y la lluvia pegaba un ligero rocío que empapó el lindo pelaje de la ardilla.
Kime estaba totalmente débil, no pudo más y cayó boca arriba, con los ojos entreabiertos miró hacia arriba y sólo encontró las mismas nubes que en un inicio estorbaban entre la estrella y ella.
Ahora sentía otro dolor en su corazón, pero el dolor era diferente al que en un principio la atacó. Esta dolencia hizo brotar una última lágrima con tintes de tristeza.
Lentamente cerró los ojos, y durmió entre el mojado pasto.
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